Con permiso buenas tardes, pues verá voy a explicarle la historia de una rosa… Rosa Romero, mi tía (hermana de mi madre) asumió ese día la afirmación de Saul Alinsky que decía: «Una vez que aceptas tu propia muerte, de repente, eres libre de vivir». Fue el día que se enfrentó a su verdugo. Se dice que era para dejarle definitivamente. No lo sabremos nunca. Lo que si, que el descanso a tanto sufrimiento se terminó pero el vacío familiar sin ella, en cambio, comenzó. Nunca te lo esperas porque mi tía Rosa tenía 66 años. Luchó ese día contra todas las adversidades posibles: su marido, un lugar sin salida, el aislamiento al precipitarse hacía al sótano, su fragilidad, estaba muy desprotegida… Esos días recuerdo, no había noticias tan destacadas. Rosa asumió ese protagonismo malvenido. Lo más reciente, el cambio en el gobierno andaluz después de 40 años de socialismo. Juanma Moreno del Partido Popular cumplía dos meses de mandato. 24 horas después de que Rosa no estuviera aquí entre nosotros, el nuevo presidente fue entrevistado por Ana Pastor en ‘El Objetivo’ de La Sexta. Que se mencionara a mi tía, impacta.
Ese fin de semana fue y será el más inolvidable porque fue su último día. Recuerdo de pequeño que me apunté a los cursos de natación en la barriada donde ella vivía junto a mis primas. Era la piscina más cercana. Rosa vivía enfrente. Durante dos y tres días me recorría a nado los largos de aquella piscina. Al término de cada sesión me esperaba un buen bocadillo de chorizo de Cantimpalos, algunas veces picaba. Era puntual, «el don de las madres», se dice. Siempre se repetía el mismo ritual, tal vez cambiando el menú para no repetir: paté, queso, salchichón… Estaban riquísimos. En baguette siempre. Era una tradición francesa. Mi familia materna se crío en el país vecino después de inmigrar por culpa del franquismo. No recuerdo ahora cuál fue mi primer recuerdo de ella pero sí que su presencia siempre fue de las más cariñosas y cálidas. Atenta siempre. Creo que le atraía mi inocencia de niño, la que llenaba su mundo cuando había invitados. Cuando crecí nuestros encuentros fueron contados.
El día que se fue, me encontraba enfrente del Corte Inglés de Nervión en Sevilla. Una tarde sin más, de un sábado tan rutinario como gélido y soleado. Hablaba con un amigo de la infancia por WhatsApp. Hasta que llegó una llamada por teléfono. Era mi padre: «Andrés, tu tía Rosa. Pasó lo que nos temíamos». Pregunté, «¿Cómo está mamá?,¿está bien?». Me respondió que sí entre cortado. «Voy para allá» dije. Mi familia siempre ha sido de pocas palabras. Todo se sabía. Después de cortarse la llamada, mi mundo se derrumbó. Todas las personas que pasaban por allí se desdibujaban. En ese momento no sabía a dónde dirigirme, no atinaba en qué lugar estaba. no era el sitio que debía estar.Me trasladé a la casa de mi tía, la de mi bocadillo y vi aquello tan diferente… Patrullas que cortan la calle con luces azules intermitentes que narran la peor de las situaciones. Los llantos de mis primas con una silenciosa multitud como testigo en una urbanización donde nunca pasa nada. Cámaras a lo lejos y miradas de búhos curiosos que intentaban fijarlas en cualquier movimiento. Como familiar te hacen protagonista sin quererlo. Una pesadilla en vivo que no había tenido su final porque todavía se espera lo peor: la tele y la prensa se dedicaron a narrar todos los macabros detalles que se iban destapando del crimen machista.
Nada vuelve a ser lo mismo cuando ocurre. Dejan cicatrices. La peor parte sin duda, fue para mis primas, sus tres hijas. No quiero contar las consecuencias de ese día pero no fueron nada buenas para cada una de ellas. Hay gestos y palabras que lo dicen todo y lo que antes parecía una cosa, parece otra después pero eso es otro capítulo más íntimo. Uno piensa con furia. Ojalá esta historia terminase de una forma diferente como aquel pasodoble de Antonio Martínez Ares que emociona cada vez que lo oigo. En paz Rosa, de tu sobrino.
En paz, de tu sobrino.
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